Lamento no poder ser, esta vez, tu solución, joven guerrero. A mal árbol te arrimas, yo he de ser el menos indicado para ayudarte en este caso. Sabrás perdonarme pero yo tampoco tengo la menor idea de que hacer ni por dónde comenzar. Yo tampoco sé cómo diablos se hace para criar a un hijo. Además, ni falta que hace porque, a estas alturas, me queda claro que no lo voy a tener, de modo que lo único que se me ocurre –en este instante en que te quiero más que cuando aún no eras papá– es escribirte esta lista de todo lo que yo NO haría.
Nunca emplees –con tu hijo– la palabra “obedecer” porque es un verbo indigno que denigra hasta a quien lo usa. Nadie es tan sabio que merezca ser obedecido. Enséñale, más bien, a dudar, a cuestionar, a rebelarse contra todo lo que le parezca injusto, sucio, cruel o falso. Anímalo a ponerse siempre del lado del que va perdiendo, del que se está llevando la peor parte, a proteger al pequeño y al frágil: al anciano, al pobre, al enfermo, a la flor, al niño, al perro. Y a serles fiel. Enséñale, por supuesto, a pelear por lo que cree. A guerrear como un loco por la verdad a como dé lugar, al precio que sea, hasta las últimas consecuencias. A creer en la gente que la busca y a dudar de la gente que la encuentra. Nunca prohíbas, convence. Nunca des órdenes, plantea siempre un gran abanico de alternativas. En lugar de pretender decirle lo que tiene que hacer, cuéntale tu experiencia: dile lo bien o mal que te fue en la misma situación y después déjalo solo. Que sea valiente y que decida solito. No le impongas tus opiniones. No le impongas tus afectos. No le impongas tus gustos. No le impongas tu religión. Ahórrale la mayor cantidad posible de miedos y de culpas y lo habrás librado de una inmensa carga de dolor completamente innecesario. No emplees nunca la palabra “cállate”. Jamás grites, ni golpees, ni castigues. Enséñale, más bien, que el que grita más es siempre el menos fuerte, que el que más maldice es siempre el menos temible, que el que insulta más es siempre el más imbécil.
No dejes de abrazarlo y besarlo sin falta todos los días. La certeza de que tú lo quieres más que a nada en este mundo será una razón para aprender a quererse primero y para (intentar) querer a los demás, después. No dejes de abrazar y besar a tu mujer delante de él, quiéranse siempre a la vista de todos pero cuando tengan ganas de pelear, esperen hasta que él se haya ido a la escuela y peléense en privado. No te permitas jamás, bajo ninguna circunstancia, la suprema cobardía de ofender ante él a su mamá. Recuerda que la madre es lo más sagrado y da la casualidad de que –antes que tu mujer– ella va a ser, sobre todas las cosas, su mamá. Suficiente confusión hay en la vida de los niños como para empeorarla con nuestras frustraciones, nuestros celos, nuestras deudas impagas y con toda nuestra mierda adulta. No toleres nunca en tu casa el dudoso lujo de la violencia, lo único que lograrás será hacer miserable su niñez y cuando crezca y se convierta en la atroz catástrofe que tan primorosamente cultivaste, te devanarás los sesos preguntándote qué hiciste mal. No tengas miedo de mostrarte débil, falible, imperfecto, equivocado, triste, roto, humano. No te avergüences de contarle tus miserias, tus traiciones, tus flaquezas, tus derrotas. Si le hablas con el corazón en la mano, desarrollará un espíritu solidario y compasivo y será capaz de hacerlas suyas también, aprenderá a no sentirse con derecho a reclamarte, a juzgarte y condenarte. No te avergüences de mirarlo a los ojos si un mal día te abraza el infortunio y te ves obligado a cambiarlo de colegio, a mudarte a una casa más chiquita, a vender el carro, a dejar de ir al cine, a comer menos lomo y más grated de atún. Si eso ocurriera –toca madera, claro– pero si eso ocurriera, díselo sin pena ninguna, dile que esta carretera en que viajamos nunca va en línea recta y que siempre habrá tramos que te sorprenden con súbitas curvas e intempestivas bajadas. Y si por el contrario, los dioses te bendicen y contigo la vida se ríe a carcajadas, tampoco se lo enrostres todo el tiempo, no le saques en cara que él tiene todo lo que tú nunca tuviste o que está –por eso– obligado a ser mucho mejor que tú. (Fíjate en la ridícula soberbia que encierra tamaño desafío). No lo obligues nunca a terminar la sopa apelando al hambre que tienen los niños del África a menos que tengas planeado animarlo a donar un porcentaje de sus propinas. Dale todo lo que necesite, pero tampoco mucho más. No olvides recalcarle que a los niños no se les diferencia por las marcas de sus zapatillas. Enséñale –por encima de todo– esa extraña alegría que solo se encuentra en el dar. Déjale muy en claro que cuanto menos tienes más libre eres, que –al final– tener no tiene absolutamente ninguna importancia.
No olvides enseñarle también a buscar la belleza. Entrénalo para encontrarla a cada paso en la perfección de la naturaleza o en el caos y aún en los lugares más insospechados. Por ejemplo: en su país, en el color de sus ojos, en la tristeza, en el silencio, en su interior. Nunca censures su curiosidad, no escatimes elogios a su gracia, talento o brillo, jamás silencies sus pasiones. No lo vigiles. No lo espíes. No lo invadas. Jugar es una actividad muy seria que requiere de la más absoluta privacidad. No le mientas nunca, ni para salir en defensa de un héroe de la patria, ni para hacerte negar en el teléfono, ni para justificar la imperdonable inasistencia de Papa Noel. Tampoco para intentar maquillar en algo los tramos menos admirables de tu biografía. Responde siempre con la verdad a todas sus preguntas, incluso a las más pendejas. Muéstrate siempre ante él gloriosamente desnudo, sin rubores, sin temores, en todo el esplendor de tu imperfección. Que no se olvide nunca de que su mente es el único paracaídas con que cuenta y que solo lo salvará si logra que se abra a tiempo. No le digas que tiene que leer libros, mejor asegúrate de que, en casa, siempre te vea leer. No le digas que estudie, haz que sea testigo de la pasión con que haces lo que sea que hagas en la vida para ganarte los frejoles. No le digas de qué alegrarse, de qué indignarse, a quién admirar y de qué compadecerse. Deja que lo aprenda solo –por imitación o por oposición– viéndote batallar, viéndote sudar, viéndote insistir. Viéndote triunfar y celebrar y también fracasar con toda el alma y volver a empezar todas las veces que sea necesario. Enséñale, por supuesto, a perder, que eso es algo que nos va a tocar hacer una y mil veces. Enséñale a fallar, a sufrir, a llorar, a caer.
Por lo que Dios más quiera, si solamente me vas a hacer caso en una, hazme caso en esta, guerrero: enséñale a caer.
Por lo que Dios más quiera, si solamente me vas a hacer caso en una, hazme caso en esta, guerrero: enséñale a caer.
Nunca emplees –con tu hijo– la palabra “obedecer” porque es un verbo indigno que denigra hasta a quien lo usa. Nadie es tan sabio que merezca ser obedecido. Enséñale, más bien, a dudar, a cuestionar, a rebelarse contra todo lo que le parezca injusto, sucio, cruel o falso. Anímalo a ponerse siempre del lado del que va perdiendo, del que se está llevando la peor parte, a proteger al pequeño y al frágil: al anciano, al pobre, al enfermo, a la flor, al niño, al perro. Y a serles fiel. Enséñale, por supuesto, a pelear por lo que cree. A guerrear como un loco por la verdad a como dé lugar, al precio que sea, hasta las últimas consecuencias. A creer en la gente que la busca y a dudar de la gente que la encuentra. Nunca prohíbas, convence. Nunca des órdenes, plantea siempre un gran abanico de alternativas. En lugar de pretender decirle lo que tiene que hacer, cuéntale tu experiencia: dile lo bien o mal que te fue en la misma situación y después déjalo solo. Que sea valiente y que decida solito. No le impongas tus opiniones. No le impongas tus afectos. No le impongas tus gustos. No le impongas tu religión. Ahórrale la mayor cantidad posible de miedos y de culpas y lo habrás librado de una inmensa carga de dolor completamente innecesario. No emplees nunca la palabra “cállate”. Jamás grites, ni golpees, ni castigues. Enséñale, más bien, que el que grita más es siempre el menos fuerte, que el que más maldice es siempre el menos temible, que el que insulta más es siempre el más imbécil.
No dejes de abrazarlo y besarlo sin falta todos los días. La certeza de que tú lo quieres más que a nada en este mundo será una razón para aprender a quererse primero y para (intentar) querer a los demás, después. No dejes de abrazar y besar a tu mujer delante de él, quiéranse siempre a la vista de todos pero cuando tengan ganas de pelear, esperen hasta que él se haya ido a la escuela y peléense en privado. No te permitas jamás, bajo ninguna circunstancia, la suprema cobardía de ofender ante él a su mamá. Recuerda que la madre es lo más sagrado y da la casualidad de que –antes que tu mujer– ella va a ser, sobre todas las cosas, su mamá. Suficiente confusión hay en la vida de los niños como para empeorarla con nuestras frustraciones, nuestros celos, nuestras deudas impagas y con toda nuestra mierda adulta. No toleres nunca en tu casa el dudoso lujo de la violencia, lo único que lograrás será hacer miserable su niñez y cuando crezca y se convierta en la atroz catástrofe que tan primorosamente cultivaste, te devanarás los sesos preguntándote qué hiciste mal. No tengas miedo de mostrarte débil, falible, imperfecto, equivocado, triste, roto, humano. No te avergüences de contarle tus miserias, tus traiciones, tus flaquezas, tus derrotas. Si le hablas con el corazón en la mano, desarrollará un espíritu solidario y compasivo y será capaz de hacerlas suyas también, aprenderá a no sentirse con derecho a reclamarte, a juzgarte y condenarte. No te avergüences de mirarlo a los ojos si un mal día te abraza el infortunio y te ves obligado a cambiarlo de colegio, a mudarte a una casa más chiquita, a vender el carro, a dejar de ir al cine, a comer menos lomo y más grated de atún. Si eso ocurriera –toca madera, claro– pero si eso ocurriera, díselo sin pena ninguna, dile que esta carretera en que viajamos nunca va en línea recta y que siempre habrá tramos que te sorprenden con súbitas curvas e intempestivas bajadas. Y si por el contrario, los dioses te bendicen y contigo la vida se ríe a carcajadas, tampoco se lo enrostres todo el tiempo, no le saques en cara que él tiene todo lo que tú nunca tuviste o que está –por eso– obligado a ser mucho mejor que tú. (Fíjate en la ridícula soberbia que encierra tamaño desafío). No lo obligues nunca a terminar la sopa apelando al hambre que tienen los niños del África a menos que tengas planeado animarlo a donar un porcentaje de sus propinas. Dale todo lo que necesite, pero tampoco mucho más. No olvides recalcarle que a los niños no se les diferencia por las marcas de sus zapatillas. Enséñale –por encima de todo– esa extraña alegría que solo se encuentra en el dar. Déjale muy en claro que cuanto menos tienes más libre eres, que –al final– tener no tiene absolutamente ninguna importancia.
No olvides enseñarle también a buscar la belleza. Entrénalo para encontrarla a cada paso en la perfección de la naturaleza o en el caos y aún en los lugares más insospechados. Por ejemplo: en su país, en el color de sus ojos, en la tristeza, en el silencio, en su interior. Nunca censures su curiosidad, no escatimes elogios a su gracia, talento o brillo, jamás silencies sus pasiones. No lo vigiles. No lo espíes. No lo invadas. Jugar es una actividad muy seria que requiere de la más absoluta privacidad. No le mientas nunca, ni para salir en defensa de un héroe de la patria, ni para hacerte negar en el teléfono, ni para justificar la imperdonable inasistencia de Papa Noel. Tampoco para intentar maquillar en algo los tramos menos admirables de tu biografía. Responde siempre con la verdad a todas sus preguntas, incluso a las más pendejas. Muéstrate siempre ante él gloriosamente desnudo, sin rubores, sin temores, en todo el esplendor de tu imperfección. Que no se olvide nunca de que su mente es el único paracaídas con que cuenta y que solo lo salvará si logra que se abra a tiempo. No le digas que tiene que leer libros, mejor asegúrate de que, en casa, siempre te vea leer. No le digas que estudie, haz que sea testigo de la pasión con que haces lo que sea que hagas en la vida para ganarte los frejoles. No le digas de qué alegrarse, de qué indignarse, a quién admirar y de qué compadecerse. Deja que lo aprenda solo –por imitación o por oposición– viéndote batallar, viéndote sudar, viéndote insistir. Viéndote triunfar y celebrar y también fracasar con toda el alma y volver a empezar todas las veces que sea necesario. Enséñale, por supuesto, a perder, que eso es algo que nos va a tocar hacer una y mil veces. Enséñale a fallar, a sufrir, a llorar, a caer.
Por lo que Dios más quiera, si solamente me vas a hacer caso en una, hazme caso en esta, guerrero: enséñale a caer.
Por lo que Dios más quiera, si solamente me vas a hacer caso en una, hazme caso en esta, guerrero: enséñale a caer.